«Algo tengo, sí». La mejor televisión es la que no necesita presentación. Ni siquiera subrayar nada. Solo sembrar bien el suspense para que este haga su trabajo. «No hemos hablado de regalos, ¿no has traído nada?» pregunta David Broncano a Amaia Romero. Ella se pone a buscar en el sofá. Se queda callada. Como perdida. El espectador abre los ojos. Qué está pasando. Y, entonces, Amaia canta: «Tengo un pensamiento, que no me deja sola». Un micrófono cae del cielo. Dos hombres entran al escenario. Uno, a cuatro patas, hace de apoyateclado. Empieza a sonar el pianito. Amaia se levanta. La luz de la escenografía cambia. Más íntima. Más musical. Más artística. Amaia, siempre tan espontánea y tan teatral a la vez. Quién dijo que era incompatible.. Es evidente. La actuación musical de promoción acaba de comenzar. Pero, de repente, suenan violines. Los músicos están sentados en la primera fila del patio de butacas. Y están siendo grabados con una cámara que habitualmente no está en La Revuelta. Amaia baja la escalera, un plano secuencia ha arrancado. El teatro se acaba de transformar en un universo único. Y en los universos únicos no basta con cantar moviéndose hacia algún lugar. No, la coreografía está llena de guiños, de detalles, de pensamientos. De imaginación. Se está creando un momento para ver muchas veces y cada vez encontrar nuevas formas.. Amaia persiste su paso. El público que la rodea se pone en pie. Son coristas. Barras de leds les iluminan. Y sale por las puertas rojas de la sala Príncipe Gran Vía. Seguida, sin cortes, por la steady cam de J Prieto. Algunos lo llaman cine, aunque es simplemente televisión. Astronautas, marcianos, seres interestelares se cruzan con ella en la escalera. Hasta se aprovecha el chroma verde del descansillo para realizar una conexión galáctica. Todo medido. Todo cuidado. Todo al compás de la canción.. Estamos ante una experiencia musical que reúne las tres fases claves a la hora de contar una buena historia. Primero una introducción, que no parece una introducción, y que favorece un clima de expectación. Después un desarrollo narrativo, impregnado de personajes que arropan y potencian el arte de la artista, pues la vida es trabajo en equipo. Y falta algo. Qué falta en una auténtica dirección artística como esta: el remate, el colofón.. Amaia sube las escaleras camino de la calle. Se refleja en el espejo de una columna. Al fondo, una puerta abierta deja entrever una máquina, tal vez del tiempo, plagada de botones de colores. Más fantasía. Más rincones cuidados. Y parte al exterior. De la noche cerrada salta a un Madrid repleto de Sol. Una banda la espera. Con bien de instrumentos de viento. Todos los que se han cruzado en su camino siguen a Amaia y Amaia sigue abriendo camino. Con su voz, con su música, con la apoteosis de la congregación, que siempre deja buen recuerdo en la memoria de la audiencia.. Ahí, Amaia desaparece un segundo de imagen. En ese instante, el plano secuencia concluye y, desde una cámara que vuela hacia las alturas, emerge encima del techo de una furgoneta como reina de las calles secundarias. Festejando la compañía de sus pensamientos. Con extraterrestres incluidos. Y, también, la compañía de una tele que recuerda que invertir en creatividad es la vía para trascender. Las emociones inolvidables brotan mejor cuando no canta una persona sintiéndose sola en un escenario. Las ideas se convierten en una bonita historia cuando los oficios de la cultura audiovisual bailan una coreografía al unísono: luz, atrezo, realización, música, voz, elenco artístico… No es nada nuevo, tampoco para Amaia que lleva años demostrando tener bien claro lo que quiere ser, lo que no quiere ser y, sobre todo, cómo implicarnos sin ser una más mientras continúa siendo una de las nuestras.
Amaia Romero en ‘La Revuelta’: crónica de su regalo musical al archivo de RTVE.
«Algo tengo, sí». La mejor televisión es la que no necesita presentación. Ni siquiera subrayar nada. Solo sembrar bien el suspense para que este haga su trabajo. «No hemos hablado de regalos, ¿no has traído nada?» pregunta David Broncano a Amaia Romero. Ella se pone a buscar en el sofá. Se queda callada. Como perdida. El espectador abre los ojos. Qué está pasando. Y, entonces, Amaia canta: «Tengo un pensamiento, que no me deja sola». Un micrófono cae del cielo. Dos hombres entran al escenario. Uno, a cuatro patas, hace de apoyateclado. Empieza a sonar el pianito. Amaia se levanta. La luz de la escenografía cambia. Más íntima. Más musical. Más artística. Amaia, siempre tan espontánea y tan teatral a la vez. Quién dijo que era incompatible.. Es evidente. La actuación musical de promoción acaba de comenzar. Pero, de repente, suenan violines. Los músicos están sentados en la primera fila del patio de butacas. Y están siendo grabados con una cámara que habitualmente no está en La Revuelta. Amaia baja la escalera, un plano secuencia ha arrancado. El teatro se acaba de transformar en un universo único. Y en los universos únicos no basta con cantar moviéndose hacia algún lugar. No, la coreografía está llena de guiños, de detalles, de pensamientos. De imaginación. Se está creando un momento para ver muchas veces y cada vez encontrar nuevas formas.. Amaia persiste su paso. El público que la rodea se pone en pie. Son coristas. Barras de leds les iluminan. Y sale por las puertas rojas de la sala Príncipe Gran Vía. Seguida, sin cortes, por la steady cam de J Prieto. Algunos lo llaman cine, aunque es simplemente televisión. Astronautas, marcianos, seres interestelares se cruzan con ella en la escalera. Hasta se aprovecha el chroma verde del descansillo para realizar una conexión galáctica. Todo medido. Todo cuidado. Todo al compás de la canción.. Estamos ante una experiencia musical que reúne las tres fases claves a la hora de contar una buena historia. Primero una introducción, que no parece una introducción, y que favorece un clima de expectación. Después un desarrollo narrativo, impregnado de personajes que arropan y potencian el arte de la artista, pues la vida es trabajo en equipo. Y falta algo. Qué falta en una auténtica dirección artística como esta: el remate, el colofón.. Amaia sube las escaleras camino de la calle. Se refleja en el espejo de una columna. Al fondo, una puerta abierta deja entrever una máquina, tal vez del tiempo, plagada de botones de colores. Más fantasía. Más rincones cuidados. Y parte al exterior. De la noche cerrada salta a un Madrid repleto de Sol. Una banda la espera. Con bien de instrumentos de viento. Todos los que se han cruzado en su camino siguen a Amaia y Amaia sigue abriendo camino. Con su voz, con su música, con la apoteosis de la congregación, que siempre deja buen recuerdo en la memoria de la audiencia.. Ahí, Amaia desaparece un segundo de imagen. En ese instante, el plano secuencia concluye y, desde una cámara que vuela hacia las alturas, emerge encima del techo de una furgoneta como reina de las calles secundarias. Festejando la compañía de sus pensamientos. Con extraterrestres incluidos. Y, también, la compañía de una tele que recuerda que invertir en creatividad es la vía para trascender. Las emociones inolvidables brotan mejor cuando no canta una persona sintiéndose sola en un escenario. Las ideas se convierten en una bonita historia cuando los oficios de la cultura audiovisual bailan una coreografía al unísono: luz, atrezo, realización, música, voz, elenco artístico… No es nada nuevo, tampoco para Amaia que lleva años demostrando tener bien claro lo que quiere ser, lo que no quiere ser y, sobre todo, cómo implicarnos sin ser una más mientras continúa siendo una de las nuestras.
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