¿Cómo se mide la inteligencia humana? Los más técnicos defenderán que lo mejor es a través de precisos test psicológicos. Otros sacralizarán al que memoriza de carrerilla los 24 tomos de la enciclopedia Larousse. Con sus 11.000 páginas, más o menos. Yo, si me permiten, prefiero medir nuestra inteligencia en la capacidad de celebrar.. El intelecto va unido a la habilidad de crear acontecimientos que remueven la rutina. Muchos ya están subrayados en fosforito en el calendario. Nuestros cumpleaños, las vacaciones de verano, la Nochebuena, el fin de año, la noche de reyes… Estamos hechos para festejar. Y amanecer con la ilusión de ese niño que madruga para hallar los regalos debajo del árbol. Regalos que no solo provocan la emoción del que rasga su envoltorio, también esconden el cosquilleo del que se ha pasado mañanas y tardes buscando el detalle perfecto para alegrar. Incluso para no defraudar expectativas.. Pero un día te levantas y esas mismas expectativas se han torcido en frustración. Han crecido demasiado. La competitividad que nos rodea paraliza la virtud de celebrar hasta transformarla en compromisos para no defraudar lo que esperan otros de ti. A veces, bastantes veces, no sabemos qué hacemos porque queremos hacerlo y qué hacemos porque queremos que se vea que lo hemos hecho. Necesitamos ser productivos hasta en el ocio. Y, mientras tanto, las horas empiezan a correr más rápido en nuestra cabeza. La prisa nos devora. Ni siquiera nos permite saborear en primera persona del presente de indicativo los grandes momentos cotidianos. Que existen constantemente. Aunque no sean en día festivo. Aunque no surjan en un lugar idílico para posar en Instagram.. Todas las semanas nos suceden cosas. Y si no habrá que reaprender a descifrar los trazos de felicidad que pocas veces fallan: mojar pan, el olor a la ropa limpia, ese airecillo que nos roza a cuarenta grados, el sol en invierno, escuchar siete veces seguidas God Only Knows, mojar pan, la risa de la película que siempre ves como la primera vez, quedar con ese cómplice que te hace sentir a salvo, mojar pan, viajar lejos o viajar sin salir de tu ciudad, callejear para constatar que todo sigue ahí, aunque todo sea cada vez diferente. Ah, y mojar pan.. Invirtamos en recuerdos. Intentemos recuperar los ojos de exploradores de aquellas épocas más despreocupadas en las que todavía nos pensábamos infinitos y sentíamos que nos quedaba toda la aventura por delante. Porque nos sigue quedando aventura por delante. Y la curiosidad siempre será nuestro mapa del tesoro. También como antídoto a las asfixias de la monotonía.. El tiempo se esfuma esperando, la vida se estira celebrando. Sin necesidad de organizar una alfombra roja. Basta con no dejar nunca de planear ilusiones. Y hacerlo casi como cuando creíamos en unos reyes magos que venían de oriente e inevitablemente nos terminaron enseñando que la magia, al final, la ponemos nosotros.
¿Cómo se mide la inteligencia humana?
¿Cómo se mide la inteligencia humana? Los más técnicos defenderán que lo mejor es a través de precisos test psicológicos. Otros sacralizarán al que memoriza de carrerilla los 24 tomos de la enciclopedia Larousse. Con sus 11.000 páginas, más o menos. Yo, si me permiten, prefiero medir nuestra inteligencia en la capacidad de celebrar.. El intelecto va unido a la habilidad de crear acontecimientos que remueven la rutina. Muchos ya están subrayados en fosforito en el calendario. Nuestros cumpleaños, las vacaciones de verano, la Nochebuena, el fin de año, la noche de reyes… Estamos hechos para festejar. Y amanecer con la ilusión de ese niño que madruga para hallar los regalos debajo del árbol. Regalos que no solo provocan la emoción del que rasga su envoltorio, también esconden el cosquilleo del que se ha pasado mañanas y tardes buscando el detalle perfecto para alegrar. Incluso para no defraudar expectativas.. Pero un día te levantas y esas mismas expectativas se han torcido en frustración. Han crecido demasiado. La competitividad que nos rodea paraliza la virtud de celebrar hasta transformarla en compromisos para no defraudar lo que esperan otros de ti. A veces, no sabemos lo que hacemos porque nos apetece hacerlo de lo que hacemos porque queremos que se vea que lo hemos hecho. Necesitamos ser productivos hasta en el ocio. Y, mientras tanto, las horas empiezan a correr más rápido en nuestra cabeza. La prisa nos devora. Ni siquiera nos permite saborear en primera persona del presente de indicativo los grandes momentos cotidianos. Que existen constantemente. Aunque no sean en día festivo. Aunque no surjan en un lugar idílico para posar en Instagram.. Todas las semanas nos suceden cosas. Y si no habrá que reaprender a descifrar los trazos de felicidad que pocas veces fallan: mojar pan, el olor a la ropa limpia, ese airecillo que nos roza a cuarenta grados, el sol en invierno, escuchar siete veces seguidas God Only Knows, mojar pan, la risa de la película que siempre ves como la primera vez, quedar con ese cómplice que te hace sentir a salvo, mojar pan, viajar lejos o viajar sin salir de tu ciudad, callejear para constatar que todo sigue ahí, aunque todo sea cada vez diferente. Ah, y mojar pan.. Invirtamos en recuerdos. Intentemos recuperar los ojos de exploradores de aquellas épocas más despreocupadas en las que todavía nos pensábamos infinitos y sentíamos que nos quedaba toda la aventura por delante. Porque nos sigue quedando aventura por delante. Y la curiosidad siempre será nuestro mapa del tesoro. También como antídoto a las asfixias de la monotonía.. El tiempo se esfuma esperando, la vida se estira celebrando. Sin necesidad de organizar una alfombra roja. Basta con no dejar nunca de planear ilusiones. Y hacerlo casi como cuando creíamos en unos reyes magos que venían de oriente e inevitablemente nos terminaron enseñando que la magia, al final, la ponemos nosotros.
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